Junio de 1993. Dos hermanos confiesan a su madre el deseo de homenajear a su fallecido padre realizando un viaje hasta Santiago, su tierra natal, durante las vacaciones de verano y conduciendo el viejo Seat 128 rojo que él tanto amaba. Son jóvenes, aventureros y no superan los veinte años. Ella, cautelosa, les presta el coche durante dos semanas de agosto con una condición: deben volver con un tinto bajo el brazo del que su padre pudiese estar orgulloso. Amantes de la viticultura por herencia familiar, pues, inician el viaje sin creer en los milagros pero con el convencimiento que los tesoros más bellos son aquellos que nadie ha logrado encontrar. Cerca de Santiago, en una carretera comarcal de las Rías Baixas, un reventón inoportuno les impide seguir adelante y les obliga a caminar bajo la luna en busca de ayuda hasta llegar a un caserío rodeado de viñas. Desesperados, les abre la puerta un hombre que les da cobijo y dos copas de vino que, según les dice, él mismo cosecha y produce. No es tinto, pero tampoco es de este mundo. Descubren allí, en esa pequeña bodega, la perla que andaban buscando y su particular peregrinaje resulta cobrar sentido: tenía razón Erasmo, en el vino está la verdad.